Por: MariNú
Este año, el verano no ha llegado. Por lo menos eso
indican las lluvias torrenciales que presenciamos casi a diario. El fluir de la
lluvia no me molesta en realidad, cuando era niña me gustaba ver el agua caer
del cielo y sentir cómo mojaba mi cabeza, sin duda disfrutaba verla fluir por
el piso formando remolinos.
Lo que resulta molesto, problemático y a veces traumático
es vernos en la necesidad de sumergir los pies en las enormes lagunas que se
forman en las calles, avenidas y hasta en el metro, en esa agua que se mezcla
con toda clase de líquidos y sólidos como: orines y caca de perro –en el mejor de los casos-,
aceite o tierra. El Sistema de Aguas de
esta ciudad recientemente reportó 80 encharcamientos generados por las lluvias,
pero siendo honesta, no son las torrenciales lluvias las únicas causantes del
caos vial, lo es también la pésima planeación del drenaje y sobre todo el
montón de basura que arrojamos a las banquetas pensando que por un papel,
botella, vaso, plato o bolsa que dejemos ahí en la orilla nada
pasará.
Y sí, no pasa nada, ni el agua. Esta es vital, porque es el principal componente del cuerpo humano, ya que
éste que posee el 75% de agua al nacer y cerca del 65% en la edad adulta. En
nuestro cuerpo este líquido se encuentra distribuido así: el 65% está en el
interior de las células y el resto circula en la sangre y baña los tejidos,
incluso el 25% de nuestros huesos es agua. Pero si este líquido no circula en
nuestro cuerpo, entonces tenemos un problema de salud, como el edema, que puede
ser un síntoma de cáncer. Es decir, acumular es detener, cuando algo no fluye
pensamos que tenemos un problema, pero en realidad refleja que estamos teniendo
una dificultad para dejar ir.
Ahora, recuerdo cuando consulté al médico porque tenía ya
algunas semanas sintiéndome mal. Padecía un dolor muy fuerte en el abdomen
acompañado de inflamación y diarrea alternada con estreñimiento. Él me preguntó
si sentía gases, la verdad es que me quedé un par de segundos callada, no podía
decir que sí, sin sentir pudor –los pedos son un tema tabú, sobre todo si eres
mujer-, pero de cualquier modo asentí con la cabeza. Después de examinarme, me
dijo que yo padecía colitis nerviosa, también llamada Síndrome del Colon
Irritable (SCI), que en realidad no es una enfermedad, sino un conjunto de los
síntomas que yo había descrito. Le pregunté cuál es a causa de ésta y me dijo
que en realidad no se han determinado con exactitud y que el tratamiento se
basaría principalmente en medicamentos para desinflamar y que el éxito de este
dependería más de la dieta y de que dejara de tener estrés, que controlara mis
emociones y ya.
No supe sí reír o llorar. ¿Dónde está el botoncito de off
estrés? La Clasificación Internacional de Enfermedades en su décima versión
explica que el estrés es una reacción fisiológica del organismo en el que
entran en juego varios mecanismos de defensa para enfrentar una situación
amenazante o de demanda incrementada. Ante tal panorama, incrementé mi consumo diario de frutas, verduras y agua natural; además de caminar todo lo que podía e
intentar no explotar ante las exigencias del día a día. Porque con un trabajo
de oficina y un jefe demandante que se pasa el día gritando por todo, es
difícil no sentirse alerta todo el tiempo.
Meses pasaron, pero no mis malestares. Recorrí
consultorios alópatas de los más variados y especializados en donde aprendí
algunos datos ilustrativos como que la colitis es primera causa de consulta al
gastroenterólogo y que de cuatro personas que la sufren, tres son mujeres.
Información interesante, pero inútil para sentirme mejor, por lo que decidí
buscar otras opciones de tratamiento. Acudí a consulta con una médica homeópata muy
simpática que de inmediato me preguntó ¿cómo te sientes?, no había otra
respuesta: muy mal. La colitis era un problema de salud que estaba invadiendo
otros ámbitos de mi vida, por ejemplo: asistir a comidas de trabajo, salir a comer con amistades o familiares resultaba muy molesto porque siempre tenía que llevar mis alimentos y sacar mis recipientes en pleno restaurante o sentirme mal por preguntarle todo el tiempo a los meseros qué contenía cada
platillo y pedir que me sirvieran una versión especial. Una vez, cuando ordené unas enchiladas sin crema, sin queso y sin freír, el mesero de forma
irónica completó ¿y sin tortillas, salsa, ni pollo?, la verdad quise golpearlo,
pero me aguanté y sonreí.
El pedo es aguantarse. La homeótpata me recomendó dieta
basada en fibra y unas gotitas para equilibrar mis emociones y así ayudar con
el tema del estrés. También me advirtió que era de vital importancia no
aguantarme, por lo que al sentir la necesidad de evacuar, orinar o dejar
escapar gases debía hacerlo de inmediato. Esto último no era una tarea
fácil, eso de estar a media llamada, platicando con alguien, en el mejor
momento de una película o en pleno romance y salir corriendo al baño… en
definitiva complica la vida, es un gran pedo, es incómodo y apesta.
Lo que siguió fue miedo a la comida. Consulté varios homeópatas,
acupunturistas, terapeutas naturistas, herbolarios y que utilizan
flores de Bach en búsqueda de un remedio efectivo para sentirme mejor, no sólo
de los síntomas físicos, también de la frustración y el temor. Cada vez
que me ponían enfrente cualquier alimento lo miraba con temor y desconfianza, porque después de dos años viviendo a medio comer, sintiéndome mal por no poder pedir
un plato sin interrogar al mesero y de pelear con los médicos (as) y personas que
insistían que lo mío era un problema que estaba sólo en mi mente, "aprendí" a mirar a los alimentos como los responsables de mi mal estado de salud.
Decidí conocer a mi enemigo. En mi desesperación, adopté
como lema la frase de Sun Tzu: “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo,
no deberás temer el resultado de cien batallas”. Inicié indagando sobre los
padecimientos psicosomáticos, de aquellos que no tienen cura, que no están
asociados a una causa viral o bacteriana. Entonces, llegué a los escritos de
Sigmund Freud, a los estudios sobre la histeria y las histéricas, que al igual
que yo padecían en el cuerpo síntomas que eran asumidos por los médicos como
irreales. También me adentré en la perspectiva que propone adentrarse en la
historia del sujeto, en su forma de vida, sus relaciones sociales, personales,
en sus conflictos, para relacionar la enfermedad orgánica con las
características psicopatológicas.
Conocer al enemigo y después ¿Qué?... Con toda honestidad
fue ilustrativo ese paseo por los textos psicoanalíticos de Papá Freud; no
obstante, en mi realidad continuaba sientiéndome mal físicamente y con el
mundo. Por un lado, el dolor era ya francamente insoportable y por el otro, el nuevo médico homéopata que había tenido que consultar porque la médica se casó y decidió no atender más el consultorio; ya no sabía qué más podía recetarme. Recuerdo con toda
claridad su sentencia –casi de muerte-: “Debes cuidarte, porque así tendrás que
estar el resto de tu vida”. Y entonces, quise llorar… y sí, ¡me aguanté!,
porque antes que cualquier cosa, decía mi querida abuela, es mostrar que somos
fuertes y aguantamos todo.
Adiós a la prisión y a la angustia. Sin nada que perder,
un día decidí que ya mi situación, en general, era insoportable, tenía un
trabajo que me gustaba, pero con un jefe controlador, una insatisfacción
tremenda, demasiadas tristeza y rabia y un futuro en el que lo único seguro era
que nunca volvería a disfrutar de la comida y que me iba morir. Así, un día
pedí una cita con mi jefe y le solté así, sin decir más, que ese día renunciaba.
Él se apresuró a pintarme un panorama tremendamente trágico en el que yo no iba
a encontrar trabajo y de encontrarlo iba a ganar muy poco y al final me iba a
arrepentir y viviría deprimida. Como se lo pueden imaginar, lo ignoré por
completo y salí de esa oficina para no volver jamás. Me sentí libre de la
angustia.
No existen las enfermedades, existen los enfermos. En esa
época comencé a ser free lance,
trabajaba tres días para descansar los siguientes 27 con un sueldo igual al que
percibía en aquella oficina infernal. Un día mi hermana me habló de su maestra
que era sanadora, pues creyó que ella podía ayudarme en mi recuperación. Pensé, "ya no puedo perder más" y me apresuré a solicitarle
una cita vía correo electrónico. De inmediato recibí respuesta y una propuesta
para vernos esa misma semana. Llegó el día y francamente pensé durante horas en
no ir porque me sentía muy mal, pero al final llegué a la consulta. Estando ahí, Jose, quien no sólo me ayudó a sanar, sino a cambiar mi vida, me explicó de manera clara y con toda la paciencia posible de qué iba el
tratamiento: cuatro sesiones, una semanal y estaría sanada, porque las
enfermedades no existen, las personas nos convertimos en enfermas cuando los
patrones que aprendimos y los pensamientos que generamos crean experiencias y
emociones que se traducen en problemas físicos. Lo sé, suena a cuento, pero ya
estaba ahí y pues había que aguantar ¿no?.
Dejar ir lo que ya pasó. En el trabajo de sanación
comprendí que el tema era el miedo a dejar ir. De alguna manera la mente
inconsciente metaforiza en el cuerpo, puntualmente en el intestino, dicha
dificultad (estreñimiento). Eso de estar trayendo al presente lo que hace
tiempo había sucedido, vivir en el eterno autoreproche, quedarse con lo que nos
hace daño, revolcarse en el fango pegajoso del pasado, era abrazar con cariño
la mierda. En la primera sesión, comprendí esto y decidí que la serenidad que necesitaba para vivir el presente, el aquí y el ahora, sólo podía
lograrla si permitía que todo fluyera, me liberaba del pasado y tenía la
certeza de que todo estaría bien. Sí, comenzaba encontrar el camino hacia el
botón off estrés.
Creer en lo imposible. Al salir de esa primera sesión me
sentí tan feliz, animada, ligera y sobre
todo desinflamada. Llegué a casa sintiéndome una persona más alegre y positiva, por lo que cuando me sirvieron un rico plato de enchiladas de
mole negro de Oaxaca, decidí comérlas en un aparente acto de confianza –y quizá suicida-. Ya no sentí miedo porque tuve la certeza de que todo iba por buen camino y así
fue. El trabajo de sanación fue más complejo, doloroso y a la vez maravilloso,
de lo que he relatado y de lo que ahora puedo tener la seguridad es que el
pedo, mi pedo, era aguantarse, quedarme en silencio cuando quería decir que no
estaba de acuerdo, contener la tristeza y la ira, atarme a recuerdos dolorosos
y a personas egoístas, conservar situaciones que me desagradaban o lastimaban, por sentir miedo e inseguridad ante
lo nuevo. Así, acumulé tanta "basura" que la energía de la vida se estancó, como sucede
con el agua en las alcantarillas en esta época del año. Lo que me pasaba era que me había acostumbrado a vivir en el pasado o en
el futuro y nunca en el presente.
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