viernes, 24 de agosto de 2018

Familia, Sexualidad y Género

Por: Maricruz Gómez

Uno de los principales documentos de la Revolución Francesa (1789-1799) fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). Este documento es fundamental en cuanto a la definición de los derechos individuales, colectivos e incluso universales y se considera como precursor de lo que ahora conocemos como Derechos Humanos a nivel nacional e internacional. No obstante, que esta declaración establece los derechos fundamentales de los ciudadanos franceses se cuestionó si incluía la condición de las mujeres o el estado de esclavitud y no fue hasta que Olympe de Gouges proclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, que las mujeres entraron en la historia de los Derechos Humanos mediante un documento no oficial.
Así, Élisabeth Roudinesco (2010) señala cómo el origen de la familia occidental el siglo XVIII, pues con la aparición de la burguesía esta entidad se convirtió en una célula biológica que otorgaba un lugar central a la maternidad, como una estrategia para frenar a la amenaza que representaba la irrupción de lo femenino, a costa del cuestionamiento del poder patriarcal que hasta entonces había predominado en las sociedades europeas[1]. Cabe señalar que la institución de la familia se apoyó en la existencia de una diferencia anatómica que también supone, en igual medida, la existencia de otro principio diferencial cuya aplicación asegura, en la historia de la humanidad, el paso de la naturaleza a la cultura; por lo que puede considerarse ésta como una institución humana doblemente universal, porque asocia un hecho de cultura construido por la sociedad a un hecho de naturaleza, inscrito en las leyes de la reproducción biológica[2].
Ahora bien, aparece como tema central la sexualidad, que Jeffrey Weeks (1998) considera como un dispositivo histórico que se ha venido desarrollando como parte de la compleja red de regulaciones sociales que organizan y ‘vigilan’ las acciones y los cuerpos individuales. Por tanto, la resistencia a la supuesta represión sexual, no sería un orden sexual más liberal basado en la sexualidad, ya que ésta última no puede ser un modo de resistencia al poder, ya que está involucrada en las formas con que éste opera en la sociedad moderna[3]. De este modo, la subjetividad sexuada responde a la construcción histórico-social, por lo que la noción de ser humano como sujeto psíquico y como creación o producción cultural ha ido modificándose en los distintos momentos históricos[4]. Para Michel Foucault (1999), la sexualidad es un conjunto de “…estrategias de relaciones de fuerza que soportan y son soportadas por diferentes tipos de saber”[5]; que se opone a la creencia de que la sociedad intenta controlar incesantemente cierta energía ‘natural’ e ingobernable que emana del cuerpo físico[6]. Por lo anterior, fue a partir del siglo XVI que se comenzó a construir y conformar la sexualidad mediante ‘técnicas polimorfas de poder’[7] que se convirtieron en conductas tenues e individuales y dieron paso a la idea de que el placer (sexo) debía ser regulado dando lugar al dispositivo de la sexualidad cuyo principal objetivo es controlar la procreación y a la población, pues el éste se vincula con la economía mediante el cuerpo (que produce y consume). Así, las acciones sobre el cuerpo se dan mediante la pedagogía, la medicina y la demografía de un modo tan particular, que se volvieron asuntos de políticas de Estado. Fue a partir de dichas disciplinas y del control que de alguna manera éstas ejercen sobre los cuerpos que “…se generó un proyecto médico-político y de administración estatal de la vida y de los matrimonios, los nacimientos, la fecundidad y el sexo.”[8] Y resulta importante mencionar que el control sobre los cuerpos recayó primeramente sobre ‘la familia burguesa’ para posteriormente extenderse a toda la población como medio de control económico y sujeción política.
Con la aparición de la burguesía victoriana, la sexualidad se restringe a lo que se instituyó como la familia conyugal que tuvo como base a la pareja legítima, misma que absorbió por entero la función reproductiva/utilitaria. Así, las prácticas que carecen de estas características fueron desplazadas al lugar de ‘lo perverso’ no deseable, para posteriormente constituirse como entes clínicos; pues de acuerdo con Foucault, la regulación de la sexualidad estuvo en primer lugar en manos de la Iglesia con las prácticas de la confesión, para pasar en el siglo XIX a manos de psiquiatras y psicoanalistas, que se apropiaron del discurso sobre la sexualidad humana[9]. Por lo que de dicha época la medicina y la psiquiatría comenzaron a tomar para sí este hecho discursivo, clasificando, ordenando, normatizando las conductas sexuales humanas, irradiando discursos alrededor del sexo y de ciertas ‘peligrosidades’ que entrañaban algunas sexualidades ‘desviadas’[10].
Otro de los cambios que acompañaron los procesos de industrialización y urbanización en el siglo XVIII, fue que los hombres comenzaron a interiorizar el ideal de trabajo constitutivo de la subjetividad masculina, los rasgos subjetivos de este ideal social se configuraron como rasgo de carácter ‘natural’ a la masculinidad, es decir, ser capaz de rivalizar, de imponerse al otro, centrarse en el egoísmo y el individualismo. Mientras que la subjetividad de las mujeres comenzó a centrarse en el trabajo reproductivo, cuya finalidad principal es la producción de sujetos. De este modo, en tanto los producían, las mujeres se auto confirmaban como sujetos, pues con la maternidad creaban las bases de su posición como sujetos sociales y psíquicos, pero teniendo la desventaja de que al ser visto como ‘natural’ se volvió ‘invisible’[11]. Entonces, ‘la mujer’ se convierte en un ideal cultural, es decir, la idea encarnada en una especifidad natural, en una diferencia anatómica. Lo femenino encarnó un sentido de lo natural asociado a cierta animalidad no dominable culturalmente y poco apta para la sublimación[12]. Las construcciones ideales y las producciones de la cultura, que pueden mirarse desde de la religión, el arte, la filosofía, la ciencia, perfilan lo que se puede llamar la figura teórica de la feminidad. El gran pensamiento occidental (masculino), ha permanecido fiel a sus dos orígenes confluentes en lo que atañe a la idea de la mujer: el judeocristiano y el griego. Por lo que no han hecho más que forjar los argumentos ‘racionales’ que justifican y refuerzan el viejo mito, bajo los aspectos de un reconocimiento de la aportación femenina en la tarea civilizatoria de la humanidad. Así, la exaltación de la feminidad se fundó en la idea de que sirve de complemento a la plena realización del destino masculino. Ese ideal cultural de la ‘la mujer’ representa a la madre tierra, encarna, biológica y socialmente, el principio pasivo que se requiere como mediador de los fines activos de la humanidad asignados al varón, que consisten en la construcción de la realidad social y de los símbolos sociales que manifiestan el grado de progreso alcanzado por la especie[13].
Estando definida la polaridad de los géneros en masculino y femenino, y asignados los roles y las tareas a cada cual, el ‘universo’ heteronormado, como ya se dijo, dejó fuera a prácticas consideradas no utilitarias, en lo que respecta a la producción de seres humanos. Así, prácticas como la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad o la intersexualidad han sido vistas como una problemática específica dentro de nuestros ordenamientos familiares tradicionales, ya que la homosexualidad fue una de las primeras formas de ejercicio de la sexualidad humana que disociaba el placer de la reproducción y estaba asociada no tanto al género al que se perteneciera sino al hecho de que se fuera pasivo en la relación. Cabe mencionar que las relaciones lesbianas tendrían más oportunidad de tener alguna representación social cuando pueden convalidar la clásica situación de ser figuras subordinadas, disponibles para el consumo erótico del público masculino; mientras que la homosexualidad masculina adquirió un estatus social y público propio a lo largo del siglo pasado, desde una oprobiosa condición de marginación social hasta una exposición pública y una mayor visibilidad actual, gracias a la lucha política de grupos de hombres homosexuales especialmente en los países del norte, no ha ocurrido lo mismo con la homosexualidad femenina, pues aún existe una mayor intolerancia social hacia las relaciones lesbianas, especialmente cuando esto se produce entre mujeres adultas. Los valores patriarcales no sólo han puesto el ideal maternal en el centro de la escena de la sexualidad femenina para normatizarla, sino que han construido también un discurso falocéntrico que supone que las formas del placer están asociadas a la penetración. Cabe decir que en ocasiones quienes formalizan uniones homosexuales suelen verse excluidos de contextos familiares y sociales, donde la regla son las parejas heterosexuales, y les resulta difícil hallar marcos que acepten sus vínculos sin someterlos a cuestionamientos, críticas, burlas e intentos de separar a la pareja. Los conflictos de la clandestinidad y marginalidad social potencian afectos difíciles y contribuyen a su vulnerabilidad[14].
En lo que toca al ámbito legal en el Distrito Federal, la Asamblea Legislativa correspondiente aprobó en 2009 una enmienda a los artículos 146 y 391 del Código Civil[15], la primera señala que el matrimonio es la unión libre de dos personas, dejando fuera el marco heteronormativo y la segunda, se refiere a la adopción, de la que podrán disponer las parejas del mismo sexo; y que entró en vigor en marzo de 2010. Por lo que a partir de entonces, el matrimonio entre las personas del mismo sexo es lícito en esta entidad y puede ser reconocido en el resto de la República Mexicana. Cabe mencionar que antes de dicha enmienda la Ley de Sociedades en Convivencia estuvo vigente desde 2006, misma que ofrecía algunos derechos equiparables al matrimonio, pero no todos los derechos de los cónyuges en un matrimonio contraído ante un juez del Registro Civil. En ese sentido, el Distrito Federal se convirtió en la decimocuarta jurisdicción del mundo que legaliza las nupcias que rompen con la heteronormatividad. Finalmente, la familia en origen heteronormativa, es decir, cuya base es la unión de un hombre y una mujer que debería ser productivos/reproductivos, actualmente se ha transformado y continuará haciéndolo siendo reclamada por aquellas ‘minorías’ que en gran medida la rechazaron como representante de un orden que los excluyó.
Así, para reflexionar sobre las fisuras y cambios en el modelo de familia que conocemos como tradicional -basada en la sexualidad heteronormada-, la perspectiva de género resulta relevante debido a que ésta considera primeramente, la interrelación entre hombres y mujeres y después las posibilidades en la performatividad genérica que va más allá de la norma heterosexual que es un ámbito que está profundamente marcado por la asignación de tareas basada en el sexo. Entonces, se revela la importancia de observar lo que se refiere a los ideales culturales y sociales del deber ser, es decir, los estereotipos de género.
De este modo, el binarismo exhaustivo y excluyente opone los estereotipos que se relacionan con el deber ser para mujeres y hombres, incluso entre aquellos femeninos como la mujer-esposa, la mujer-madre o la mujer-objeto. Por ejemplo, si la familia tiene como figura central al estereotipo femenino de la madre-gestadora-cuidadora-nutricia, resulta congruente que el resto de los ideales femeninos se encuentren valorados en una línea vertical en la que dicho tipo es el más alto y apreciado social y culturalmente, y el que se encuentra en el extremo inferior es aquel que más alejado se encuentra del primero. Dicha universalización repercute en la evaluación de las personas, principalmente de las mujeres, pues quienes no corresponden y/o pertenecen son reprobadas y sancionadas provocando el trato desigual materializado en actitudes como la burla, la discriminación y el rechazo.
En lo que toca al estereotipo del trabajador ideal/ganador de pan que inicialmente fue masculino observamos que actualmente es una formación imaginaria a partir de la cual actualmente se evalúa a hombres y mujeres. Pues los hombres siendo los principales proveedores económicos de la familia son sujetos de explotación en diferentes organizaciones, ya que por su condición de género se da por hecho que deben resistir largas jornadas de trabajo en condiciones austeras, pues en todo momento deben mostrar su fortaleza y defender su hombría; y las mujeres cuyos sueldos son vistos como ‘complementarios’, también deben cumplir con jornadas extensas y abonando la asignación de tareas de acuerdo al género tales como la atención de su familia y las labores del hogar, actividades que no son remuneradas económicamente y que les afectan de forma negativa en varios aspectos de su vida y ser al disminuir su tiempo de descanso y ocio.
Ahora bien, si observamos lo que se relaciona con los Derechos Humanos de las Mujeres, podemos dar cuenta de que en los textos en los que se han plasmado los derechos de las mujeres, particularmente, en lo que se refiere a la igualdad, a vivir sin violencia, sin discriminación, con equidad y a un trabajo decente. Parten del supuesto de que éstas son vulnerables a la violencia en sus aspectos físico, emocional, psicológico, por mencionar algunos; a la discriminación, la inequidad de género y la explotación laboral. Lo que ha obligado a la vigilancia del cumplimiento de dichos derechos. Sin embargo, un tema para reflexionar es si el reconocimiento de situaciones de violencia y su respectiva tipificación ha contribuido de alguna manera a la formación de mecanismos de discriminación o violencia más ‘sofisticados’ que logren ‘ocultar’ su real objetivo y haciendo difícil su identificación y evidencia. Pues aún el trato hacia las mujeres no sólo es distinto, sino implica una desigualdad acumulada.
Por otro lado, en lo que respecta a los cambios en la configuración de las familias podemos observar, desde hace tiempo, tipos y esquemas que difieren de aquel ‘modelo ideal-nuclear’. Las posibilidades de constitución va desde aquellos hogares monoparentales en los que sólo unx los progenitores está presente, hasta aquellos compuestos por la suma de hijos de una pareja de separados, pasando por la tendencia, cada vez más frecuente, de matrimonios que optan por no tener hijos o los postergan hasta el límite para desarrollarse profesionalmente. También encontramos aquellas formas de reproducción humana asistida que ya no requieren de una pareja heterosexual reproductiva para la procreación. Lo anterior nos lleva a pensar que la familia puede ya no tener como principal función ‘natural’ de la reproducción y conservación de la especie.
Aunado a lo anterior, encontramos los cambios en la llamada ‘familia tradicional/heterosexual’, después de la aprobación del matrimonio civil que rompe con la norma heterosexual, que ya está presente y vigente en nuestro país y que ha instalado la polémica entre quienes se encuentran en los sectores tradicionales, de hondas convicciones religiosas, que ven en este fenómeno un ataque a lo que se considera por ellos como el modelo genuino de la familia y, aquellas personas que viven estos cambios como consideran como positiva la caída de prejuicios anacrónicos y el fin de prácticas discriminatorias, que puede llevarnos a una situación más igualitaria y de respeto a los derechos de todas las personas.
Finalmente, ante este panorama, algunos sectores de la sociedad asumen que ‘la familia’ como institución se encuentra en riesgo, y siendo ésta el núcleo de la sociedad, tienen una visión apocalíptica de lo que sucederá en un futuro próximo. No obstante, observamos que el modelo familiar ha cambiado conforme a las modificaciones que se han dado en todos los niveles, pero que persiste, pues vemos hoy en día que emergen formas familiares que se han llamado diversas –en todos los sentidos- y que el deseo de los seres humanos de reunirse en grupos organizados que toman como base el modelo inicial de familia, persiste.
Fuentes Citadas:
Burín, M. (1998a). Ámbito familiar y construcción del género. En Género y familia. Poder, amor y sexualidad en la construcción de la subjetividad (pp. 71-86). Bs. As.: Paidós.
________ (1998b). La familia: sexualidades permitidas y prohibidas. En Género y familia. Poder, amor y sexualidad en la construcción de la subjetividad (87-98). Bs. As.: Paidós.
Código Civil para el Distrito Federal. Recuperado el 15 de mayo de 2013, de http://www.idconline.com.mx/media/2012/10/10/cdigo-civil-para-el-distrito-federal.pdf
Foucault, M. (1999). Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. México: Siglo XXI editores.
Lechuga, G. (2007). Breve introducción al pensamiento de Michel Foucacult. México: Universidad Autónoma Metropolitana.
Roudinesco, E. (2010). La familia en desorden. Bs. As: Fondo de Cultura Económica.
Schnaith, N. (1991). Condición cultural de la diferencia psíquica entre los sexos. En La bella (in)diferencia (pp. 43-78). México: Siglo XXI editores.
Weeks, J. (1998). La construcción cultural de las sexualidades. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de cuerpo y sexualidad?. En Sexualidades en México. Algunas aproximaciones desde las ciencias sociales (pp. 199-221). México: El Colegio de México.
[1] (Roudinesco, 2010, p. 11)
[2] (Roudinesco, Op. Cit., p. 15-16)
[3] (Weeks, Op. Cit.)
[4] (Burín, 1998a)
[5] (Lechuga, 2007, p. 200)
[6] (Weeks, 1998)
[7] (Foucault, 1999, p. 19)
[8] (Lechuga, Op. Cit., p. 161)
[9] (Foucacult, 1999, p. 9)
[10] (Burín, 1998b)
[11] (Burín, 1998a)
[12] (Schnaith, 1991, p. 48)
[13] (Schnaith, 1991)
[14] (Burín, 1998b)
[15] (CCDF, 2013)
Publicado originalmente en: Ideas Azules by Mari Nú

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